Shakira dejó brillar a su papá


A los 80 años se le cumplió el sueño a William Mebarak Chadid. Y también a su hija, más conocida como la megaestrella barranquillera Shakira.
El sueño de ser escritor, que alcanzó su clímax con el lanzamiento de Al viento y al azar en el Hotel Hilton de Bogotá. Aunque a lo largo de su vida lanzó cinco libros con su propio esfuerzo, “este es el alimento completo para sentirme como un escritor”, dice William en lo alto de un escenario preparado especialmente para él.
Las luces lo enfocan. Se reflejan en su sonrisa y sus grandes lentes negros. Mientras, el periodista Mauricio Vargas lo guía a través de sus recuerdos, en una conversación que hace reventar risas cada cinco minutos en el auditorio. Recordó las tardes de cine dominguero en el Colegio Biffi La Salle, su paso por Bogotá, los excesos de juventud y las fiestas que tenían comienzo pero no final, y luego la calle X, una calle sin pavimentar en el barrio Prado, que no llevaba a ninguna parte.
Al fondo, el logo de Planeta, la editorial que lo respalda. Y al frente, lo escuchan el expresidente Andrés Pastrana, María Emma Mejía, embajadores de distintos países y su hija.
Antes que cantar en finales del campeonato mundial de fútbol, antes de ganarse una docena de premios Billboard y Grammy, antes de alcanzar a rozarles los tobillos a los ángeles, Shakira era una niña que lo único que deseaba era “seguirle los pasos a mi padre”.

Tanto, que pidió de regalo de Navidad una máquina de escribir, antes que una guitarra.
Eso contó cuando subió al escenario, enrojecida y radiante como su papá, casi nerviosa al caminar. Primero se sentó lejos, y luego cambió de sitio para ponerse a su lado y agarrarse de su mano. Una oleada de flashes brilló en su cabellera, dorada, como la espiga de trigo en la portada del libro de su papá, gigante al fondo.
Recordó entonces por qué pidió de regalo una máquina: recordó a William pasando horas frente a una, escribiendo diariamente, en un oficio por el que no ganaba más que alimento para el espíritu. Creció viéndolo teclear, viéndolo cultivar el desgastado ideal de “cambiar al mundo” durante largas noches, luego de acabar el trabajo por el que sí le pagaban. “Observar tanto romanticismo en una persona ha detonado las ganas que hay en mí de hacer lo mismo”.
La niña Shakira escribía cartas a Ronald Reagan, a Yasser Arafat. Ahora es asesora del presidente de Estados Unidos, Barack Obama. Y seguro intercambia correos electrónicos con el líder de la mayor superpotencia del mundo. Ella dice que nunca recibió respuesta de esas cartas infantiles que solía enviar, aunque William sostiene hasta el día de hoy que sí las envió, con una sonrisa pícara.
Sobre él y su mamá, Shakira dice que “me inyectaron mucha confianza. Creo que es lo que necesita un niño, porque no hay niño que no venga a este mundo con un talento. Y ellos me hacían creer que yo era buenísima. Yo todavía no me lo creo”.
Viéndolo a él, leyendo los libros que él le regalaba como La Isla del Tesoro, Shakira comenzó a escribir versos. William fue el primero que escuchó esas canciones que se convirtieron en himnos noventeros para muchos, como Pies descalzos y Se quiere, se mata. Pero Shakira dice que ella era testaruda desde niña, “él me hacía sugerencias y yo no lo escuchaba”.
En cambio la incipiente estrella siempre se acostumbró a hacerle recomendaciones, que él sí recibía. Por eso terminó como editora de su libro, además de escribir el prólogo. Y sugirió la posibilidad de retomar ese viejo sueño infantil y escribir su propio libro. “Si él a los 80 años ha decidido lanzar un libro, a mí me quedan algunos años para lanzarme a poner mis ideas sobre el papel”.
Aunque por ahora, se limitó a agradecer a Francisco Solé, presidente de Planeta, por la oportunidad que le dio a su padre. “Es como si me la hubieras dado a mí”. Luego el sol de su melena volvió a dejar el escenario. Arriba quedó su padre, firmando libros. Esta vez, Shakira brilló más haciéndose a un lado, dejando resplandecer a otra estrella. Una plateada por las canas: su papá.

Por Iván Bernal Marín

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